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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Élise Lanvin Miér Mayo 03, 2017 1:24 pm

Mucho tiempo hacía ya desde su último día con el bárbaro húngaro y la verdad es que le echaba de menos. Bien sabía él que no había ni un ápice de romanticismo entre ellos pero se divertían juntos y sobre todo se complacían sexualmente, ¿qué mejor que eso? Tenía algo tan salvaje que para Élise se convertía en esa droga que no podía ni quería evitar, sus encuentros iban vas allá de las horas dictadas por la madame, podían pasar horas hasta estar a solas durante todo un día en aquella habitación; comían, bebían, charlaban y follaban hasta hartarse. Sin duda era uno de los clientes favoritos de la hechicera si no el favorito.

Por las mañanas solía dedicarse tiempo a sí misma, para arreglar la casita que había podido comprarse, para ir al mercado y todos esos quehaceres del día a día. Al medio día, al regresar a casa –si es que había salido-, encontraba una lista con los hombres que habían pedido verla durante ese día y se organizaba su horario tal y como quería, salvo ciertas imposiciones de la madame que no podía eludir. Raros eran los días que Élise había pedido libres en todos los años que llevaba trabajando en el burdel por lo que la dueña la tenía en cierta estima y permitía que ella organizara sus jornadas. Recibía una cantidad más que suficiente por su parte cada noche así que Élise se podía decir que prácticamente arrendaba aquella habitación en el burdel. Ese día, al revisar la lista, se sorprendió gratamente al descubrir de nuevo DeGrasso. -¡Muchacho!-, llamó al chiquillo encargado de llevar y traer la lista cada día y se la devolvió para que la llevara al burdel. Todos los nombres estaban tachados menos el del cambiante. -Y dile a madame que estaré allí en un par de horas-, le guiñó el ojo antes de dejar que se fuera y se adentró en la casa para arreglarse. No pensaba maquillarse, no para él. Era un salvaje –el suyo ese día- y no le iban las cosas recargadas, las mujeres que se escondían tras mascaras de maquillajes o ropajes excesivos, total… poco duraría con ella puesta. Se dio un baño y lavó su larguísia melena castaña, que más tarde recogió con un pincho de nácar en un sencillísimo moño. El corset bajo la tela del vestido realzaba su pecho y marcaba aún más cintura y cadera, haciendo que su cadencioso caminar fuera si cabe más sinuoso.

Tenía ganas de verle, y necesitaba beber de él, estaba especialmente ávida de sexo, de él. No sabía si habría tiempo para las buenas costumbres, los saludos y los flirteos, para el coqueteo previo a la guerra. Era una seductora nata pero la había abandonado demasiados días como para recibirle de demasiado buen humor. Compró la bebida favorita del húngaro de camino al burdel y una vez allí, revisado que todo en la habitación estuviera a su gusto, solo tuvo que esperar. Dejó la puerta cerrada, de lo contrario se daba a entender que estaba libre para quien quisiera pasar, y Miklós sabría de sobra que encontrársela cerrada no era impedimento para él. Abrió las puertas que daban al pequeño balconcito y se sentó allí dejando que entrase el aire fresco de la tarde, no llevaba ni medio cigarro cuando la puerta se abrió tras ella. Ladeó la cabeza al tiempo que soltaba el humo para comprobar que era el hombre a quien esperaba y no cualquier otro. Se tomó su tiempo para apagar el cigarro y tirarle a la calle, se levantó y esperó a que Mik cerrara la puerta tras él para pegarle una bofetada y acto seguido saltar sobre él a besarle, enroscando las piernas al cuerpo ajeno. -¿Dónde estabas bárbaro…?-


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Mensaje por Invitado Mar Mayo 16, 2017 2:35 pm

No se reponía. No era tan estúpido para pensar que eso sucedería de la noche a la mañana, por descontado, pero sí había creído durante un breve instante de esperanza que le había sabido tan insípido como todo lo demás que el último ser que había conocido lo ayudaría... y no había sido así, claro. A su parte pesimista, cuando había sentido algo, no le había sorprendido lo más mínimo; es más, era exactamente lo que esperaba, pues los milagros existían, sí, pero no para él, no para ese pecador al que el Altísimo había decidido castigar de la peor forma posible, todo a la vez, arrebatándole cuanto había llegado a poseer en un efímero instante de felicidad. Suponía, porque no le quedaba otro remedio que intentar buscarle sentido a todo, que era porque él no estaba destinado a ser feliz, que lo que sentía por su hermana era pecaminoso hasta el extremo y así se había librado de pecar, pero no podía evitar preguntarse algo: ¿qué demonios más daba un pecado más u otro menos a aquellas alturas de su vida...? Superado el medio siglo, y él lo hacía sin despeinarse (en parte porque estaba casi completamente rapado, literalmente no podía hacerlo), la lista negra era ya imposible de lavar, y ya se había resignado a que iría al Infierno, no hacía falta hurgar en la herida. Así pues, dadas sus circunstancias, Miklós había decidido terminar de destrozarse por completo, y en esas se encontraba precisamente: tratando de consumir todo el opio y beberse todo el alcohol de la maldita ciudad de París. Aún no se había lanzado con ninguna prostituta porque, honestamente, dudaba mucho que pudiera levantársele dadas las circunstancias, pero decidió que, ya que se estaba echando a perder ante los ojos de Dios, lo mismo podía hacerlo por completo, y eso fue lo que lo llevó a Élise.

Vívidos se mostraban ante él los recuerdos, tan abundantes como dolorosos (desde el punto de vista más estrictamente cierto, ya que se habían basado en él haciéndole tanto daño que no era rara la ocasión en la que ella apenas había podido moverse al final), con ella. Era una de las prostitutas a las que más había disfrutado de dominar en su día, y dado el placer que le solía producir eso (palabra clave: solía) en el pasado, se dijo a sí mismo que era la única opción real que tenía a la hora de encontrar algo que le permitiera perderse por completo, como tanto ansiaba. Pero sin morir, claro, porque el animal que había dentro de él (el león y el jaguar, la pantera llevaba sin dar señales de vida desde la muerte de su hermana Imara) tenía el instinto de supervivencia demasiado desarrollado, y jamás se lo permitiría: por una vez, lo había intentado de verdad. La negativa de su propia identidad a la solución que era la muerte no lo defraudó, sin embargo; Miklós ya se esperaba, también, que así iba a ser todo, así que prefería seguir en esa cómoda apatía existencial suya, de la que, de momento, no tenía pensado salir. ¿Para qué? Además, no era como si supiera cómo, pues si desde antes de reencontrarse con Imara ya había tenido sus problemas sintiendo, más aún los tendría ahora que tenía motivos de peso para huir de cualquier cosa que apestara mínimamente a emociones. Ese era, por tanto, el estado mental del magyar cuando pasó por aquella puerta, el rostro tan indiferente como una estatua clásica; ese fue el estado mental que lo hizo bajarla de su cuerpo de un golpe, indiferente ante el choque contra el suelo de Élise, y mirarla desde arriba, ladeando el rostro, pero sin expresar nada. – No es de tu incumbencia. ¿Quién te crees que eres para abofetearme? – espetó.

Élise estaba acostumbrada a verlo salvaje, como el animal que era (solía ser), pero ese Miklós, el que no sentía nada ni lamentaba no hacerlo, pues eso significaría que sí sentía, era algo a lo que ella no estaba acostumbrada... Y que sería mucho más peligroso que el bastardo húngaro, barbárico, que ella recordaba.
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