Todos necesitamos confiar. {Libre}

Habían pasado apenas tres semanas desde el terrible accidente que aparto a la única persona que me conocía realmente de mi lado. Mi hermano había fallecido sin descendencia y así me convertí en la heredera de una gran fortuna y un importante título en la corte Italiana. Como condesa tenía mucho trabajo que hacer si quería ganarme el mismo respeto que mi padre y mi hermano tuvieron antes que yo, sobre todo entre la sociedad parisina, en la que me incluía ahora.
En Italia disfrutaba de cierto reconocimiento, mi apellido decía algo, en Francia sin embargo ese era un lujo que debía ganar por mí misma. A ojos de los demás no era más que una chiquilla demasiado mayor para seguir soltera, demasiado joven para ostentar ese título. Debía integrarme, pues solo los seres de la noche como yo podrían reconocer mi verdadera esencia, mi madurez y mi capacidad, algo que no ocurría frecuentemente, pues por aquél entonces no me movía en tales círculos.

Mi principal objetivo era hacer notar mí llegada al distinguido barrio en el que años atrás, al ser consciente de que mi condición no me permitiría permanecer en el mismo lugar sin levantar sospechas, mande levantar una lujosa mansión de estilo victoriano en la que viviría largos años.
Tras el traslado, lo principal fue encontrar un ama de llaves, sirvientes, cocinera… Me gustaba la soledad tanto o más que hoy en día, pero aparentando escasos 20 años y con mi título no podía permitirme vivir sola, las malas lenguas habrían acabado conmigo en menos de una semana. Mi estado, como soleta era algo que también daría de que hablar, pero no era asunto que arreglar en un día, por lo que centrarme en lo que si estaba en mi mano me pareció la mejor idea.

Días antes de contratar al personal de mi casa mandé acondicionar el sótano, tal y como lo había hecho Josh en Londres, años atrás. Todos los empleados tenían prohibido desde el primer día franquear esas puertas. Erran buenas gentes, trabajadoras, serviciales y leales, de las que aun hoy tengo buenos recuerdos y con las que llegue a compartir muchos años de mi vida, pero no confié en ellos de inmediato y, cuando al fin lo hice, no fue de manera incondicional. Los secretos dejan de serlo fácilmente si no se guardan con recelo.
A pesar de todo era evidente que necesitaba un nuevo confidente, en las largas noches de luna llena prefería adentrarme en el bosque, pero consideré necesario advertir a alguien que me cubriera si fuera necesario, o me encerrara en el sótano si llegara a ser necesario. Aceptar y apreciar mi naturaleza me hizo odiar esos encierros, pero no permitiría otro descuido como el de Elizabeth.

De esa manera me adentré en las calles parisinas, con la firme intención de conocer a alguien a quien poder nombrar como mi “dama de compañía”. Tenía claro su perfil, debía ser alguien sencillo y honesto, sin demasiadas ataduras y dispuesto a convertirse en un pilar importante para la Condesa de Italia.
No sería tarea fácil ni rápida, pero no me permití desanimarme, antes de volver a viajar a Italia tendría que tener doncella y haber conquistado las salas de baile de París.

Caminaba sola, lo que puso sobre mí las miradas curiosas. Con los andares y vestimentas esperadas de alguien con mi título y fortuna fui descubriendo nuevas partes de la ciudad. Una de las ventajas arraigadas a mi naturaleza lupina es una memoria prodigiosa de la que siempre supe hacer buen uso. Observé cada rostro, cada acción y cada vestido. Con algunos paseos más daría con mi mujer de confianza sin necesidad de cruzar palabra con ella.